FUMARADAS
Cero
CARLOS Rivera
De las bellas y bíblicas ciudades libanesas de Tiro y de Sidón ha quedado en los ojos de la Historia un panorama de ceniza. Ante estas situaciones el poeta es como un pájaro ciego que al contemplar tanta ruina y tanta ruindad es consciente de que los dioses sitúan a los hombres en un lugar determinado y, al día siguiente, soplan y lo destruyen, como en el cuento de “Los tres cerditos”. La sangre seca de las luchas eternas y épicas de la Biblia da testimonio, una vez más, de que la guerra, esa barbarie infinita, siempre está comenzando en las vagas patrañas de las ideologías. Ante este panorama ¿quién puede señalar, con la determinación del verbo, la esperanza del futuro?.
Schiller, al escribir el “Himno a la alegría”, tuvo esa esperanza, afirmando la victoria de una humanidad reconciliada y feliz ante las fuerzas de las sombras. El poema de Schiller al que Beethoven puso música es un diálogo de la tolerancia, aunque su uso indiscriminado permita a un aviador de Israel escucharlo en sordina mientras siembra de bombas el paisaje donde nacen y crecen como un símbolo de paz los hermosos cedros del Líbano. Imaginándolo así desde mi orilla de Mainake el poema de Schiller, la música de Beethoven son una invitación al llanto.
Un poeta español del exilio, Pedro Salinas, escribió su poema “Cero” sobre la hecatombe producida por el lanzamiento de una bomba gigantesca, anticipándose en el tiempo a la certidumbre histórica de lo que ocurrió en Hiroshima y Nagasaki. El poema de Schiller, como el poema de Salinas, se convirtieron, sin pretenderlo, en intuiciones de genocidio o en excusas morales de los discursos épicos. La partitura de las “Walkirias”, ejecutada bajo un diluvio de napalm en la película de Coppola “Apocalipsis now” parecía suavizar, como un exorcismo, la magnitud de la destrucción. Sólo los hombres somos capaces de tejer con los hilos de la belleza y de la muerte ese vestido diabólico de la barbarie de las guerras que continúan ocurriendo al otro lado de la pantalla de nuestra vida cotidiana sin que se nos indigeste la temporada de vacaciones. Es una costumbre que ya no duele y bien lo dijo Horacio, el poeta latino : “si quieres que yo llore, primero te tiene que doler a ti”. ¿A quién le duelen Irak, Afganistán, el Líbano, la hambruna de Mali, el paisaje desesperado de las pateras que siguen llegando a nuestras costas mientras la gente se relaja, se dora y come sardinas en los chiringuitos?. Sólo a los poetas, que conservamos una cierta inocencia en nuestra mirada interior, nos duele, más que las bombas y las víctimas civiles de todas las guerras, ese estado de amnesia general que parece haberse decretado desde el principio de los tiempos por la muerte y el sufrimiento ajenos. No sirve de nada que nos lamentemos, cierto es, pero de alguna manera hemos de seguir escribiendo y lamentándonos ante tantos paisajes de la desolación. Las nulas simpatías que nos despierta la política norteamericana no puede evitar que sigamos sintiendo cierta nostalgia por las Torres Gemelas reducidas a ceniza por el fanatismo islámico. Como sentimos una nostalgia dolorosa por lo que un día ocurrió donde los cedros del Líbano, cuando lo de Sabra y de Chatila, un epílogo humano que nos sigue doliendo. Es el eterno paisaje de la historia de la humanidad, en cualquier lugar donde la guerra y el fanatismo nos recuerden lo que Nizzar Kabbani, el poeta iraquí, nos resumió en unos versos a propósito de la guerra de junio de 1967 entre los árabes y los israelitas : “El escenario ha ardido en sus cimientos-pero aún no murieron los actores”.
Texto extraído de la página de Carlos Rivera
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