Goya
De la página de Carlos Rivera Columnas de humo
CARLOS Rivera
Los días azules, acristalados y fríos de enero yo solía pasear, cuando era joven, por los desiertos campos de Mellaria y sentía, como no siento ahora, esa sensación de renacimiento que otorga al vivir la sabiduría de la ilusión, título, por cierto, de un libro de Rafael Argullol que he releído en las pasadas fechas navideñas. Especialmente me detuve, como cuando lo leí la primera vez, en la opinión de Argullol sobre las pinturas negras de Goya que a mí, en otro tiempo, tanto me impactaron. Este año se cumplen, precisamente, los doscientos de aquella nuestra guerra de la independencia frente a Napoleón que Goya inmortalizó en alguno de sus cuadros, como Los fusilamientos de la Moncloa.
Goya en su infierno es el título del breve ensayo de Argullol en el libro que cito, La sabiduría de la ilusión . Entre los muy numerosos fantasmas y obsesiones de mi cerebro Goya ocupa un lugar especial, junto al Bosco, El Greco, Van Gogh y Louis Amstrong , la música clásica y los deleites del bel canto a los que suelo acudir cuando necesito que el poema que estoy escribiendo se digiera melódicamente en mi angustia existencial. De todas esas especies de obsesiones es Goya el que me atraviesa, me invade, se me aparece en sueños con sus esperpentos y sus pinturas negras que describen lo más selecto de las filias y fobias del ser de España. Mi Goya predilecto coincide con el diagnóstico de Malraux : él es el mejor exponente de la angustia de Occidente. Sin duda. Goya es la violencia en el arte en el mismo sentido que di a un viejo poema mío que llevaba una cita ("la destrucción es la cima") de un poeta francés, Yves Bonnefoix . Digo en ese poema que "es preciso destruir y destruir/hasta que todo sea el délfico recodo/del camino que siempre inicia el día". Obviamente, no lo escribo en ese sentido de violencia literal sino en ese otro sentido que siempre buscamos los poetas y los artistas, el perfeccionismo. No estamos nunca satisfechos ni con la palabra ni con el arte que nos han precedido. Cada nueva generación de artistas y poetas comparte la utopía de ser portadores de un génesis y aunque todos seamos herederos de una tradición artística y literaria a la que no renunciamos, nuestra utópica pretensión es alcanzar ese délfico recodo del camino de la obra nueva, única, aun a sabiendas de que nada hay nuevo bajo el sol.
Volviendo a Goya, uno de los más queridos fantasmas de mi cerebro, es no solo la violencia en el arte sino el gran exorcista de la España de su tiempo. Como plásticas greguerías al estilo Gómez de la Serna , Goya resumió en sus esperpentos, en sus bocetos trágicos y cómicos, en sus pinturas negras, la idiosincrasia de un país del que tuvo que exiliarse y no solo por motivos políticos. En su larga y negra historia este país al que tanto amamos y donde hemos nacido ha sido causa de tantos exilios interiores como exteriores. Salir fuera de España para respirar el aire fresco de la libertad. Toda una generación tuvo que tomar las de Villadiego cuando acabó la última y esperamos que definitiva de nuestras guerras civiles.
Solo que a veces no las tenemos todas con nosotros cuando contemplamos esas manifestaciones de obispos, curas y monjas gritando como posesos, como si la calle fuera un púlpito, contra unos supuestos ataques a la que ellos llaman familia cristiana, sin caer en la cuenta de que un Estado no confesional no puede legislar para la fe sino para todos los ciudadanos libres que, aunque no vayamos a misa, vivimos en familias que si corren algún peligro es el que proviene del oscurantismo político y religioso de otras épocas como la de Goya.
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