Un relato de José Antonio Cossío
“Vuestro feo mundo nos obliga a sacar toda nuestra magia”
De la Página de Carlos Rivera
A estas alturas de la imaginación al poder voy a detenerme, ¡stop! ¿Pero qué fea idea del mundo lleva el público inscrita en el cerebelo? La magia va a resultar ser la última ciencia segura. Ayer mismo partió hacia su lugar. Más o menos pasó aquí el día y la noche, y se volvió a ir. Pletórico e ininteligible me citó sin reflejar urgencia ni nostalgia. Conté las horas. Contar horas, 7, 2, 33 horas, es una concisa metáfora que vale por una demostración minuciosa de la ansiosa espera. De la ansiosa espera cuando no habría por qué esperar más. Las horas que empleé en la inesperada prolongación de la espera las empleé en la ansiedad. Vean: sólo colgar el teléfono conté las horas sin otra tarea que no comer, no dormir, no saber qué hacer, qué pensar, qué decir, qué esperar o qué conciliar con qué. ¿Es suficiente para declarar que el mundo es el debate entre la magia y la fealdad? Caminé por la calle sin rastro de dignidad (como un feto), sin rastro siquiera, y descompuesta y desaseada (como una moribunda) por las inmediaciones de Callao. Precisamente, capturé el llamativo reclamo publicitario con la mano que no me colgaba y acerté a leer: Viaje barato. Es capricho mío no emprender más viajes al pasado ni al futuro si vuelvo a acusar la comezón de la huída. Pero me conozco, me voy a ir, a Boston, sin vuelta, porque tengo 26.000 pesetas. Pero ni eso me saciaría. Así que importa que debí de meterme por Carmen, por Sol, por la plaza de Santa Ana. Atiné a leer el periódico con la boca amarga, casi sangrando, y volví a casa. ¡Vaya verano! ¡Qué desilusión! ¡Pauline en la playa y yo aquí! Comí a las siete, sopa y huevos. Fumé puritos, no sé cuántos. Y cuando puse fin a la radio constaté la no huída del tiempo. Yo había comido y yo había fumado y yo había vuelto a casa. Yo, yo, yo. No sé, lavé los platos en la bañera, puse armonía en los enseres y en mis arcanos y releí la dedicatoria del libro con que le recibiría. No anochecía. Decidí refrescarme. Me lavé el pelo (el agua fría, y eso que estoy en septiembre, me levanta dolor de cabeza). Me lavé deprimentemente las axilas (y eso que a ultimísimo de siglo nadie hace algo así). Y me lavé los genitales y el ano. A conciencia, como si fuera la última vez. La medallita pendía sobre mi pecho hundido por la ansiedad, golpeándolo, ahuecándolo, atestiguando la ambigüedad de mis vigorosas intenciones: purgar y amar. O morir. Como dicen, la realidad o el deseo. Ojo ahí a esa o. Pero me asomé a la ventana: no haría calor. Y el sudor sólo sería sudoración. Y de otra índole tal vez. Aprendemos que el amor es como una tormenta contenida. Eso nos enseñan, pero, con propiedad, las vacas que rumian su pasto y sestean, no cuentan para nada en la vida de una que ama o purga. En rigor, yo, la que oye atronar esos aviones del cielo exterior ante la blancura de este papel no cuento para la vida porque no le doy dimensión. ¡Dale dimensión! Hazlo tú porque la vida no es lo que es actualidad en la vida. Y yo, que no vendo aspiradoras, vivo en la actualidad afligida de un sexto sentido. Acaríciate el discernimiento. No habrás trabajado un segundo la distancia. Soy, a pesar de la vorágine, un trocito de actualidad produciendo. No es que la vida ya no sea, es que la vida nunca es ser. Dilo tú. Crezco, nazco, pierdo, sumo, duro, digo. No tengo no tengo tiempo. ¡Que la voluntad me haga algo ya! Sin embargo, vivo como un tesoro, preservado, preservada para tardes como hoy. Me dicen los hombres que huelo a verano, que puedo sentirme segura, que huelo a manzanas de San Juan. Comprobé la temperatura del aire, calor, sí, pero no tanto calor, e ingresé en el baño, esta vez a embadurnarme los pies. Di por acabada la sesión con resonancias nítidas de cuando mi abuela lavaba magnéticamente mis orejas. Y busqué el espejo del salón, inmenso y a ras de suelo. Pude repasarme como pude, y contemplarme, y dije que ya bastaba. Y peor para él. Intenté aquietarme para no sudar, alcanzar la inmovilidad, y hasta me metí en la cama. Medité, pero es aburrido meditar, atraje hacia mí el televisor desde la mesilla de noche, lo sujeté con ambas manos, adopté la posición fetal y lo encendí. Con la persiana bajada para expulsar el rugido de los aviones asistí a otra media victoria oriental. El tedio me hizo comprender que por fin había anochecido. Había llegado la fatídica, la hora de saber que tenía que partir al encuentro de Cordelio. Tomé provisión, consulté la hora, conté el dinero, evoqué el librito, releí la dedicatoria, sentí pudor, sentí rubor, me calcé, hacía fresco, me puse la casaca, hacía calor, cerré la puerta. Salí a darlo todo, salí tan decidida que salí para no volver, y hubiera arrojado las llaves al patio pero, como decíamos, vivir es vivir aquí. Aunque vivir sea vivir ahora, tuve que hacer una hora de metro. Así, el librito pasó de una mano femenina a otra que ya iba en el proceso. El proceso de la transpiración es como la nube. La nube es ni un producto ni un resultado, es un proceso de humedad y temperatura, de evaporación y de condensación, de hacerse invisible para hacerse visible. Y así con la mano, me puse a pensar pero sobre todo a divagar. Porque quise sopesar su razón de amor y su razón de amar y, en fin, adivinar el nuevo derrotero de Cordelio, de su inestabilidad confesa, y presentir la aurora en que nos derramaríamos. Pero me atravesaba el furor de la obsesión y argumenté, como en un diálogo de esos, contra esto y aquello. Me dolió la cabeza de tanto Unamuno en el nacimiento del cuello, y un sopor nervioso me amodorró entre viajeros acostumbrados a mí. Y así, ensayé la falsa narración que sobre estos días infaustos de separación intercambiaría por su odisea vacacional fuera de nuestras fronteras. Al teléfono, yo le había sentido feliz o ameno o renovado; en cambio, yo parecía, parecería haber estado promediando una tesis sobre la repetición, la duración y la espera. La narración falsa era muy pobre, no tenía nada que oponer, yo ya estaba seca y cansada como una veterana. Accedí al bulevar por la glorieta, con tiempo. Entré en un bar a tomar café y a orinar. Por el feedback del camarero, supe que mi rostro entero parecía irradiar o desprender o proyectar antipatía. Y sólo por eso el café tuvo nata, no me pusieron cucharilla, y hallé la puerta del baño atrancada con llave. Me extendieron una tablilla húmeda seguida de cuerda mojada seguida de llave mohosa. Acabé de orinar sin ningún alivio. Me limpié y volví con el prurito a la nata y al café. ¡Ya se me había hecho tarde! Mi rostro pareció irradiarse o desprenderse o proyectarse antes de abandonar el local. No dije adiós. Y me fui. Era miércoles. No quería llegar tarde demasiado profesionalmente. La última vez me había tenido 20 minutos angustiada, temiendo, sugestionada por la idea de no reconocerle. Tantas horas aguardando que llegara el verdadero tiempo de la verdadera incertidumbre, que opté por la demora cuando debí optar por la anticipación. Pero en ese lapso de pasos interminables hacia él me acometió una sugestión inesperada. Temí no reconocerle. Por fin, entré en Angevinos. Al primer golpe de vista le distinguí en un segundo plano. Ralenticé el paso, saboreando. Me pareció más alto y corpulento, verdaderamente renovado. Dí otros dos pasos, lentísimos estos, desorientados, elegantes y en dirección divergente para dar a Cordelio el placer de descubrirme. Pero lejos, allá, hacia unas cajas, a contraluz, qué fallo, qué horror, ¿lo estaba viendo con mis verdaderos ojos? Quebré toda solemnidad ya innecesaria. Y lo que me venía temiendo, a estas alturas del punzante relato, topo con la amnesia, amnesia que es para algo, para que el sujeto se salve de los vértigos, de la caída que producen las buenas noticias y las malas, por preservarlo tanto de la delicia como del desengaño. No sé, iba de negro. Pantalón negro o camisa negra. No era que estuviera tan bonito, tan chiquito, tan ovilladito, tan recogidito ni tan inteligente, era que yo podía reconocerlo. Y Cordelio a mí. Admitámoslo, viniendo como venimos del infinito y del frontispicio de los tiempos, reconocer un cuerpo en el espacio es el verdadero milagro. Ese reconocernos, Cordelio y yo, es cosa anterior a la palabra, a la mirada y al ojo, al calor, al apetito, a los dedos, a los sexos. Bebí mi gin, fumé incrédulamente. Habló de hoteles con cucarachas, de museos con momias, de estanques con fuscas, de aceras con transeúntes con bombines y con paraguas. Estaba encantado de haberse aburrido tanto. Esta ironía es brutal y es injusta y es impropia de mí, y es ir adelantando el resentimiento de después. Cornelio estaba encantado de su experiencia. Y Cornelio tiene derecho a la experiencia. Sólo para que compare. Pero capté que en todos esos 7 días se acordó de mí una vez, aunque me compró una postal que estuvo escribiendo cuando de tanto andar y andar le apretó la soledad. Dijo que la traía consigo pero no la traía consigo o no me la quiso entregar. Así que cambiamos de bar, directamente al On yourself, nuestra exclusiva madriguera para el amor. Entramos un poco desconectados y perdidos por lo obvio y lo evidente del recuerdo de pasadas complacencias. E indiscretos descubrimientos. No ocupamos nuestro rincón, construimos un espacio de aspecto más cerebral y de fondo emocionado. Tomé la palabra y di en decirle todo lo que me había propuesto no decirle. Al final, nos estrechamos la mano lánguidamente, como si estuviera totalmente perdida la ocasión. El tiempo nos ganaba mientras cambiábamos y cambiábamos de bar. Cómo resumirles que la música, lo accesorio en general, lo político, lo ideológico si se me permite, se empeñó en contrariarnos. La fatalidad nos impulsó a beber, a beber más deprisa, a hablar menos y beber más. Nos costó. El abrazo deseante y deseado, el beso, el beso pronunciado, el crudo beso nos costó un huevo. Y es que había venido pareciendo ajena a nosotros toda aquella noche de transparencias y de desnudez, de espontáneo cálculo, de frío y sueño y frío y sueño juntos, de almuerzo desnudo, de almuerzo jabonoso, de decaimiento y desmayo para que la hora, el minuto y el segundo tremebundo de su partida no nos alcanzaran jamás. Como diría el maestro, infinidad de hombres, por tierra, por mar, por aire, pero lo que ocurre, lo que verdaderamente ocurre, me ocurre a mí. Y lo que ocurrió fue que me echó la mano a la espalda Cornelio, y fue palpando y palpando hasta que acabó por descubrir algo inesperado, duro y rectangular, un epítome, mi epítome, su epítome, oculto bajo la casaca. Pero se limitó a recibir el epítome y la justificación del epítome. Sé que juzgará con su corazón porque sé que el corazón es un cazador solitario. Sin embargo, la elevación que yo necesito la escatima, la reserva, la posterga, la congela. ¡Ay!. Me fui a su boca como una loca se va a otra boca, y él a la mía. Ya no sé más con qué dolores infinitos salimos, a derecha e izquierda, y adelante sólo la ciudad dura, tiesa como una estaca. Dieron las tres y las cuatro en el reloj del Ayuntamiento de Madrid. Y ya sólo nos esperaron los reflejos verdes de las despedidas. Nos llevamos de la mano no sé a dónde, un buen trecho, y me zafé en un golpe seco de rebeldía. No proclamé nada y miré asqueada la puerta histórico-artística. Volvamos a empezar: la fealdad - la magia – la fealdad – la magia. Volvimos a empezar. Casa Cornelio. ¡Vaya nombre para una casa! Resonó como una campanilla: a tu casa sí. En el taxi no quise mirar ni que me tocara ni que me rozara. Traté de protestar porque no hay justicia, pero ya llegábamos a la calle de la casa de Cornelio. Pagué. No reconocí la casa, el portal o las escaleras. Sé que entramos pero no vi la puerta. Pedí agua. Trajo agua, puso música e inmediatamente alguien clamó desde el patio, ¡esa música! Diligente anfitrión, Cornelio moduló la ambientación perfecta de esa música, esa luz y esa persiana. Me fui hacia sí, hacia sus besos con los míos aunque nos fuéramos derrumbando blandamente. Entonces, sin aviso ni señal, empecé a mostrarme vehemente, rápida, precipitada, vertiginosa, empujada hacia otro vaso de agua. Hubiera querido más agua, y más y más y más y más agua porque hubiera querido más equilibrio y más formalizar en el sofá. Sí, así es, ustedes siempre aciertan, deseaba desear. Vamos a la cama, dijo. Pero dame más agua, dije. Hurgó en la cocina hasta que llegué yo. Yo: no me digas que eso es una lavadora (buscaba una miguita de complicidad). Él: de carga superior, replicó. Se había sentado en la encimera. Y yo giré e hice otro giro y desde el epicentro interrogué a la lámpara con temor: cuándo te vas. Mañana. Y cuándo vuelves. No sé. Para octubre, dije yo. Estaba descalzo. Le besé los pies. Me senté en el centro, en el suelo de la cocina me mecí. Llegó por el aire, por la espalda me abrazó y nos quedamos muy quietos. Hay alguien. Lo voy a ver. Nos vamos a enrollar. Le, la, lo, hipnóticamente, en el centro, yo, gramáticamente. Dijo su nombre. Me apoyé en el vacío. Ahora dio vueltas Cordelio. Te quiero mucho, dijo, pero no le oí. ¿Qué?, dijo. Nada, dije. Dame una cerveza. Apagó la luz, encendió un cigarro, pasó por la sala, se desprendió de la ropa y se fue por el pasillo ligeramente, a punto de silbar y a un tris de canturrear. Crujirían mis huesos inestables al seguirle. Saludé a su enorme osito azul. Posaba tendido desnudo, desinhibido pero inhibido, distraído, desvergonzado, retador y muy divertido, así. Eso me divirtió e inicié los movimientos que me llevaron, pero no tan rápido, hacia él. Mi conducta no fue mía, ni yo fui sólo yo, ni yo fui toda yo. Como no puedo creer en la naturalidad, me abotonaba y desabotonaba. ¿Pero qué naturalidad? Como no puedo creer en la naturalidad, me desabotoné la casaca y retardé la exposición. Me senté en la cama, crucé la pata y balanceé un pie. Sabía que me miraba no hacer, y dijo: ¡venga, que te veo un poco lenta! Me hizo una gracia horrenda cómo sonaron, violentas y heladas, esas palabras de ánimo y, desde luego, me produjeron un inmediato surmenage. Y fue así como me despojó y me tendió a su lado derecho. Sentí un escalofrío de miedo al no poder saber si los besos y los tanteos y los agasajos inconstantes que seguirían serían creencia o costumbre. Fe o raíz. Versión o subversión. Y entendí que no entendería nada pero sentí que Cornelio emulaba a Cornelio y que su encarnizamiento era aprendido. El encarnizamiento de otro hecho propio. Pobre Cordelio autópata. Sin embargo, no recuerdo haber sentido temperatura en su piel, ni su piel, ni siquiera piel. Porque él estaba no estaba allí, y él era no era él, pero no podía ser no ser él. Creo que no lograba, creo que no intentaba, creo que no sabía, creo que no lo lograba tampoco. Me distraje o me dormí y le vi cerrando la ventana y maltratando la cortina. Y bajó las luces, también, y no pude sustraerme al espanto de unos actos que eran ciertos sólo en él. Y allí fue a quedar mi sentimiento y mi fe en el imaginario y mi cuerpo apuñalado. Entretanto, yo esperé, como una profecía, al animal antropomorfo, el fin de la propiedad intelectual. Así que la cosa se puso seria porque yo, porque él, porque nuestro objeto, porque nuestro afán, porque nadie, porque a nadie, porque ni a sí mismo, ¿o ya estaremos en condiciones de ir negando la soledad primordial? No supe que de la primera banana a la postrera, el sabor de la banana, su apetencia, mi esperanza, su potencia, ha sido equivocado. ¿No sé que no quiero ser para saber sino otra cosa? ¿No sé que la ciencia ha de ser inmoral e inmortal como la banana fabulosa? Muy bonito, porque el desorden y la tristeza se espesaron y yo quería quererlo contra viento y marea. El desorden y la tristeza, la voluntad desanimándome en un dilema falso: él es él. Así que dije sí montada en el arrojo. Sí, llamé y grité, sí y sí, me ofrecí, sí a la gimnasia, sí a la magnesia, sí a la nemotecnia, concluí. ¿Qué?, sacó la cabeza, no sé qué dices. Yo me situé bajo él, bajo la parra del hoy y del aquí, así, y así del ahora, tic tic, tic tac, y del y qué. No sé qué dices. Que odio el placer. ¿Qué placer? Que odio el deber. Fru fru –tic tic- fru fru- tic tac. Me agité convencionalmente, recordé una canción que abandoné en el acto. Tuvimos, o tuve, mucho dolor y pesadumbre y la soledad fue desesperada. Cuando abrí los ojos odié con mis propias garras la insoportable belleza espantosa de mi propósito: saltar, saltar, haber goteado. Tuve su cara, retuvo la expresión. Besé el mundo como un cordero cefalítico y me emplumé a su derecha. Me acaricié sin dedos, en silencio, sin respiración. Por fin quise despedir al animal mineralizado y caer con él, o cualquier cosa, como una roca. Pero resucitó en su mano y tomando la mía, con piedad, musitando bajísimamente, adiviné lo que dijo: mañana nos apareamos. El animal decepciona al animal, el hombre a mí, la lejanía antecede al alejamiento. Y esperé su respiración, que durmiera o que creyera dormir. Con sigilo volví a la sala. Cogí dos valium. Bebí dos vasos de agua. Fumé dos cigarros. Dormí contraria a la cabecera. Lloré sin mí. Lloré, dormí, desperté, amaneció, trajinó, ofreció, bebí café. Salió y entró. Se fue y volvió. Me senté. El sol. Avanzamos bajo una nerviosa pereza. Avanzamos por la avenida bulliciosa, atascada, recalentada, centelleante hasta el último bar. Miré con aprensión las banderillas, las cebolletas, las berenjenas y las sardinillas. No pude dejar de mover la cabeza ovejunamente en toda la escena. Porque yo, porque a mí, porque, ¡ja!, porque me puse a pensar en el cosmos, no me digas, no me jodas, vaya palabrita cósmica para no decir más que palabras.
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