Cazador de auroras
02/01/2008
CARLOS Rivera
Cuando las primeras palabras de los primeros hombres comenzaron a ensanchar el mundo dándole nombres nuevos a cada cosa en su niñez, entre todos los cazadores de la tribu surgió la figura del cazador de auroras. Es el que se pregunta por qué cae la nieve, por qué moja la lluvia, qué grita la tormenta. Es el primer poeta, el precursor que ha expresado la pregunta de la que nace la poesía. La gran pregunta, tan incontestable como la pregunta de Dios. El pensamiento humano ha lanzado una bengala en la oscuridad. Aunque entonces como ahora todo siga siendo oscuro, esa bengala que produce un resplandor suave en medio de la noche es a la vez la nieve, el relámpago y la tormenta, es la lluvia a cuya sombra crece la ternura, es la luz que no procede del sol y quema por dentro como una llama azul e inextinguible. Es la poesía. Aún no ha nacido la literatura. Esta vendrá después y nacerá de una mentira tan intranscendente e infantil como la de la historia de Pedro y el lobo, cuando entra en juego la imaginación, una bifurcación del pensamiento. La literatura sí que dará respuestas innecesarias, precisas e imprecisas. Es el lenguaje común, con la palabra como herramienta de ficción para contar y descontar la historia de los hombres sobre la tierra. La poesía es la bengala en la oscuridad, la palabra que no tiene respuestas sino preguntas, solo preguntas hacia la búsqueda de la luz, las preguntas del cazador de auroras.
Francis Ponge , un poeta francés, rastrea esa luz en la arboleda de su Cuaderno del bosque de pinos . Juan Ramón Jiménez , un poeta español, en el diario de un viaje de novios. El lenguaje de los poetas no es una herramienta de ficción sino una herramienta de emoción, inteligencia y conocimiento. Utilizan, en ocasiones, palabras que parecen esponjadas del don de la divinidad, húmedas de la lluvia o secas de un viento que viene del desierto de la eterna pregunta. Hay palabras en los poetas que dan el contrapunto en medio de la oscuridad de la visión celeste de un Juan Larrea . Hay poetas que rastrean huellas, como el indio de la gran pradera, oliendo con sus palabras de finitud el gran suceso de la caza a la que nunca darán alcance. "Al final de esa frase (de algún verso) comenzará a llover y al fin de la lluvia, una vela", escribe un rastreador llamado Derek Walcot . El poema ha comenzado y terminado en esa vela que puede conducir al mar de Homero , al beso de Paris en el alado y helado corazón de Helena de Troya , a sumergirse en las tinieblas del bosque mediterráneo de pinos de Francis Ponge. Walcot está recreando, sin saberlo, el lenguaje del mundo primordial que es un lenguaje de vísperas. Al final de tal frase o de tal verso comenzará a llover y el cazador de auroras no podrá presentir el final del camino. La caza sin alcance. El poeta deberá detenerse en un claro del bosque y reemprender la búsqueda de la luz con sus ojos nublados. O ciegos, como los de Homero. Y antes que nada deberá el poeta conocerse a sí mismo de esa manera narcisista del que se cree un semidios o desde sus abismos personales. La datación exacta de la sensibilidad creadora del poeta nace en esos abismos que pueden contener toda la luz de la infancia de la vida, el hechizo que precede a la construcción del primer verso que se convierte en música. El primer cazador de auroras de la tribu llegó a ver esa música en la nieve que caía del cielo, en la lluvia que mojaba sus ojos, en el relámpago que anunciaba el grito de la tormenta. Han pasado miles de años desde entonces.
Extraído de la página de Carlos Rivera
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