La lengua de los sueños
JOAN BARRIL
Él era de esos maridos que después del amor se miraban en el espejo y les salían todas las arrugas del alma. Era un marido que se cansaba de no quererse sentir cansado. Decían los libros que el amor es biodegradable y que todo tiene fecha de caducidad. Pero eso no podía decírselo a nadie, porque su mujer era bella, deseable y sueca y hubiera sido incomprensible para cualquier otro hombre una confesión de hastío como la que anidaba en el interior del marido cansado.A medida que se extendía esa sensación de aburrimiento conyugal, las noches se hacían más largas. Un desconocido insomnio dejaba cada noche al marido con los ojos abiertos como garfios posados sobre la cintura reposada de su esposa yacente y dormida. Debía estar próximo al fin de su historia conyugal. Tan bella, tan perfecta y tan escandinava y nada de ella le llamaba. Así estaba el marido insomne, en el cruce de caminos vitales, cuando de pronto su mujer se giró y, completamente dormida, empezó a hablar. Era evidente que estaba hablando en sueños. La curiosidad prendió en el alma de corcho del marido inapetente. Acercó su oído a la boca de la que había sido su amada y contuvo la respiración.No entendía nada. Las palabras que surgían de los labios de su esposa eran incomprensibles. Pero no se trataba de palabras solas. Una extraña armonía las vinculaba entre sí. Había sonidos cortos y sonidos encadenados de cuatro y de cinco sílabas. Se trataba de frases enteras que proporcionaban a la mujer una evidente felicidad. Hubiera podido despertarla, pero era evidente que no se trataba de ninguna pesadilla, antes al contrario. Hablando en aquella lengua venida de los sueños su mujer se había transfigurado y su belleza de mármol era ahora una belleza dinámica y ardiente.
Al cabo de tres noches aquel hombre cansado había aprendido a afinar el sueño, de manera que el mínimo murmullo de su mujer le despertaría. Así fue. De nuevo aquel rostro de felicidad acompasando un misterioso soliloquio. El marido intentó apuntar en una libreta alguno de los sonidos que emitía aquel cuerpo dormido. Por la eufonía descartó las lenguas conocidas: ni francés ni inglés, ni mucho menos italiano. Tal vez alemán u holandés, pero no, tampoco. La mesita de noche se iba llenando de diccionarios y, cuando parecía que una palabra correspondía a una entrada en el libro ella callaba. Pero los monólogos continuaban tres días después. Para entonces el marido se había armado de una grabadora con un micrófono de alta precisión.
Al día siguiente llevó el disquete a un antiguo amigo suyo de la Universidad. Los dos lo escucharon y el amigo lingüista concluyó: "No es ninguna lengua oficial". Aconsejó al marido inquieto que visitara al más famoso y veterano de los lingüistas que vivía en la lejana ciudad de Alfabetia. Era un hombre mayor que escuchó con atención las palabras robadas a las noches de su mujer. Se le iluminó la cara y emitió el diagnóstico. Su esposa, en sueños, hablaba la lengua sami. "¿Sami, dice usted?". Y el veterano lingüista se explayó: "Se trata de una lengua del Fílum urálico-iukhagur, familia finoúgrida, subfamilia finopermiana, en 1995 la hablaban 25.000 personas entre Finlandia, Rusia europea, Noruega y Suecia. Es una lengua al límite de Europa y al límite de su extinción. Se habla cuando aparece el sol de medianoche. Es usted afortunado de tener una hablante de sami en casa. No la deje perder".
Confuso todavía por el hallazgo, el marido dejó de aburrirse. Llamó a su mujer y le dijo que estaría un mes fuera por asuntos de negocios. Fue al aeropuerto de Alfabetia y en un par de horas se plantó en Oslo. Alquiló un coche y cruzó bosques, fiordos y glaciares hasta llegar a las tierras del sol de medianoche. Alquiló una tienda de lapones seminómadas y pidió que le enseñaran a hablar sami. Un mes más tarde regresó a su casa y a su alcoba. Y el marido esperó a que su mujer iniciara sus advocaciones en aquella lengua cálida y septentrional. Ahora la comprendía: hablaba de su infancia y de lo afortunada que era al tener un marido como él. O sea: que ella le quería. Con los apuntes en una libreta, el marido antes aburrido y ahora emocionado, le respondió en voz baja en aquella lengua mínima. Ella abrió los ojos y un jardín de hiedras les unió por la cintura. El lenguaje del amor no tiene nada que ver con las lenguas oficiales.
Texto extraído de la página de Carlos Rivera
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