Era un viejo joven de edad, aunque su corazón infartado solo por una vez, resistía desde su cárcel de prejuicios y desconfianza. Debía ser la desconfianza aprendida, creo que dicen los psicólogos, alguna cosa relacionada con su seguridad lo que le mantenía en guerra con cuantos querían ayudarle a vivir esos años hinvernales de la manera más cálida posible. Así, iba despreciando una por una a las personas que llegaban -algunas de países lejanos- dispuestas a cuidarle. -"No necesito a nadie", era su frase preferida. Después, cuando algún amigo o familiar le visitaba, se quejaba de su soledad.
Un día llegó hasta la casa donde el viejo vivía una joven que necesitaba trabajar para mantener a su niño colombiano. Tenía que enviar dinero a sus padres para que cuidaran de él, y quien sabe si para comprarse en su tierra una casita o montarse allí un negocio, o para trérselo con ella en esta España de sus ancestros. Le habían dicho que aquel señor necesitaba a alguien para vivir con él y ella necesitaba un lugar para vivir y un trabajo digno. El viejo la miró curioso y desconfiado. No entendía la jerga de la joven ni las "confianzas" que ella se tomaba, no pudo aceptar compartir su casa con alguien que no le "respetaba" como a él le habían enseñado: Una criada no puede tomarse esas confianzas, hasta dónde podíamos llegar.
La muchacha se marchó por donde había venido, sin entender que sus "cariños" hubieran asustado al viejo, sin pensar que para un viejo solterón una noche bailonga era pedirle demasiado. Se marchó despacio la muchacha, pensando qué había hecho mal para que en la próxima entrevista de trabajo no la despidiesen así. Mientras, el viejo sacó de la nevera el plato de comida vegetariana que el chico que iba a hacerle unas horas de trabajo y discusiones le había preparado. Miró el plato con el asco de quien le apetece un trozo de carne, maldijo entre dientes al chico vegetariano, cogió la cuchara y apuró su plato, mientras miraba la pared.
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